Después de haberse dado a conocer en París, un pintor regresa a su pueblo natal en la Francia profunda para instalarse en la casa donde pasó su infancia. Un jardín de buenas proporciones rodea el edificio, pero no sabe ni le apetece cuidarlo. Prefiere poner un anuncio en el periódico local. El primer candidato, y el definitivo, es un antiguo compañero de colegio milagrosamente reencontrado después de tantos años. Será el jardinero. En su contacto diario con el jardinero, el pintor descubre, mediante toques impresionistas, a un hombre que primero le intriga y que acaba por asombrarle gracias a su franqueza y a la simplicidad de la mirada con la que ve el mundo. Su vida está marcada por referencias sencillas. Una felicidad sin aspavientos. El jardinero no conoce la amargura ni la envidia. Sus héroes siempre son gente modesta. Su sistema de valores tiene un criterio único que, de forma consciente o no, le sirve para juzgar las cosas y las personas: el sentido común